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Habíamos obtenido la misma victoria que ayer y bebíamos en grandes vasijas de barro rojo, cuando, de repente, oyose un grito de: «¡El enemigo vuelve!» Y Yégof, a caballo, con sus barbas fluviales, su corona de puntas, un hacha en la mano, brillantes los ojos como los de un lobo, se apareció ante mí, entre las sombras de la noche.
Lo que Yégof decía nosotros lo veíamos, Juan Claudio... El loco parecía no fijarse en nosotros y miraba las figuras de la chimenea con la boca abierta; pero, después de un momento, al bajar la cabeza y vernos a todos atentos, comenzó a reír, con risa de loco, gritando: «Y en ese tiempo, vosotros creíais ser los señores del país, ¡oh hombres rubios, de ojos azules y blancas carnes, alimentados de leche y de queso, que no bebíais sangre mas que en otoño, en la época de la caza mayor!; os creíais los dueños del llano y de la montaña, cuando nosotros, los hombres rojos de ojos verdes, que venían del mar...; nosotros, que bebíamos siempre sangre y que sólo amábamos la guerra, llegamos una buena mañana, con nuestras hachas y venablos, remontando la cuenca del Sarre a la sombra de los viejos robles... ¡Ah!
En otras ocasiones, usted debe recordarlo si ha hecho la guerra de Alemania, después de una o dos victorias se había acabado todo; la gente nos recibía bien; bebíamos vino blanco, comíamos chucruta y jamón en compañía de los pacíficos ciudadanos, bailábamos con sus gordas mujeres. Los maridos, los abuelos, se reían de buena gana, y cuando se marchaba el regimiento todo el mundo lloraba conmovido.
Palabra del Dia
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