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El virrey, los conquistadores, el obispo de Chuquisaca, el oidor de Charcas, los patricios de la Independencia, el grande de España, todos los Nuezvanas, Ponces y Ebros que honran con sus virtudes las páginas de la historia, cobrarían vida en sus cuadros para mirarme airadamente y decirme: «¡Sal de aquí, falsaria, mentirosa, hipócrita, codiciosa!». Y tendrían razón.

¿Cumplirás la palabra? preguntó la cruel costurera mirándole airadamente. Pierde cuidado. Cuenta conmigo si no la cumples. ¡Alza! De este modo apacible y tierno, trataba Valentina al tenorio de Sarrió.

Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués. ¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?

Después de un rato, el seminarista, a medio vestir, salió a la puerta, a fin de despedir airadamente a la criada. Patón lo trincó, le tapó la boca, y, en vilo, lo bajó y lo metió en el coche. Novillo pagó la cuenta a la posadera; y no hubo más. Arriba esperaba Angustias. Apolonio no quería pensar en ella. Novillo, con su resfriado, no podía pensar en ella.