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Cuando D.ª Teodora volvió la cabeza para ver quién la apretaba tanto y se encontró con Osuna, cambió de color. Aquel maldito jorobado no la dejaba jamás en paz. En la tertulia, en el paseo, en el teatro, en la iglesia, en todas partes donde tuviera ocasión de aproximarse, era sabido que se veía necesitada a sufrir el contacto asqueroso de sus piernas y a veces de sus manos también. Osuna conocía bien el terreno que pisaba. La bella y pudorosa jamona se hubiera caído antes muerta de vergüenza que confesar a alguno los atentados de que era objeto. Pero si no los confesaba, cualquiera podría cerciorarse de ellos, observando el estado de agitación en que se hallaba. En esta ocasión el jorobado anduvo audaz en demasía. D.ª Teodora comenzó a dar muestras tales de inquietud que para cualquiera serían visibles. D. Juan no las vio, sin embargo. Era un varón puro y magnánimo, incapaz de sospechar las grandes suciedades que puede haber sobre la tierra. Pero D. Peregrín, como hombre de mundo, concluyó por advertir algo de lo que pasaba. Espió a Osuna con el rabillo del ojo, y cuando penetró en su espíritu gubernamental el convencimiento de la trasgresión que se estaba cometiendo, comenzó a roncar y silbar por la nariz como un vapor en peligro, lanzando al mismo tiempo centelleantes miradas de indignación al audaz jorobado.

La idolatría de Soledad le parecía tan puesta en razón que lo contrario sería una incomprensible trasgresión de la lógica. Dentro de casa y á solas era con ella cariñoso, protector, agradecido, ya que no apasionado. Pero en presencia de sus amigos se mostraba altivo en demasía, satisfaciendo, á costa de la pobre joven, su sed insaciable de jactancia.

Pero vamos á observar cómo vive la familia mahometana dentro de la permision de la Ley, para deducir cómo vivirá con la trasgresion, inevitable en toda humana sociedad. Recorramos el interior del hogar doméstico en cualesquiera gerarquías, desde el tugurio hasta el palacio.