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Actualizado: 3 de junio de 2025
Muñoz se levantó bruscamente y cerró con violencia la puerta. Afuera cesaron al instante las risas y la animación del grupo. Castilla llamó, dulcemente. ¡Una palabra, Muñoz, nada más que una palabra! Y a través de la puerta le explicó que en casa de Charito le había buscado para salir juntos, que la tonadillera quería verle a toda costa y que él se había comprometido a llevarle.
De la tonadillera; fui a verla. Muñoz respondió con una evasiva, pidiéndole en seguida, muy serio, que le dejara solo. El otro le miró perplejo. Estás realmente mal, porque venir a buscar soledad a los recibos... no me explico. Era Castilla un joven alto, afilado, rosado, ojos muy saltones en la cara de ángulos finos y cabellos lisos sobre la cabeza redonda.
Y pasando a cosas menos serias, ¿no sabes que la tonadillera se ha casado? Tú fuiste muy tonto. Empezaba la orquesta el preludio del tercer acto y apagaron las luces. Castilla miró una vez más, con atrevimiento, a la niña del palco. Pero como Muñoz se retiraba, sin saludarle, le retuvo en el pasillo. Oye, tú sabes que con todos mis defectos una cualidad no me falta: la franqueza.
Era de una tonadillera conocida. Algunos meses antes la habían perseguido los dos, como rivales, pero inútilmente. Aquella generosa indiferencia de Muñoz sorprendió mucho; le creyeron atacado de neurastenia o de algo peor y le aconsejaron una temporada de campo. Y ahora sufría lo indecible.
Palabra del Dia
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