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Actualizado: 26 de junio de 2025


Eran las tres de la mañana, la luna en menguante ya, iluminaba los techos de la ciudad dormida, la calle estaba solitaria, los faroles de gas, con su luz roja, titilaban, formando desde la esquina del club hasta el Retiro una senda que parecía alumbrada por candilejas.

El gran comedor de techo artesonado parecía un ascua de oro. Las flores de vívidos colores, las frutas exóticas, la vajilla de plata, la cristalería, bajo las poderosas lámparas de gas titilaban como el cielo estrellado, producían un fuerte deslumbramiento. Los criados con casaca y peluca blanca, aguardaban inmóviles, pegados a la pared, tiesos y solemnes.

En la penumbra del salón, donde aguardaba, parecía el hombre una noche de verano: de tal modo relucían y titilaban sobre él verdaderas constelaciones de pedrería, hasta con su caminito de Santiago; que bien podía desempeñar este papel allí la enorme leontina de oro entretejido que trepaba por el hemisferio de su estómago. Además, apestaba el salón a patchouli y a pomada de geranio.

Yo, en agradecimiento, te guardaré un rinconcito para cuando subas.» Y la pobre mujer conmovíase tanto al soñar despierta, que las lágrimas titilaban en sus ojos, haciendo brillar las pupilas sin vida. ¿Ahora Hora usted...? preguntaba Tónica . Pero ¿qué le pasa? Nada, absolutamente nada.

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