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Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: ¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!

Socorred, señores, á un pobre peregrino, exclamó el viejo, que perdió la vista de sus ojos después de contemplar con ellos los Santos Lugares y que no prueba bocado desde hace dos días. Pues nadie lo diría al ver lo repleto y lucio que estáis, buen hombre, dijo Simón mirándole atentamente. Con esas ligeras palabras no hacéis más que aumentar mi pena, dijo el ciego.

Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces: -Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo!

14 Salid al encuentro llevando aguas al sediento, oh moradores de tierra de Tema, socorred con su pan al que huye. 15 Porque de la presencia de las espadas huyen, de la presencia de la espada desnuda, de la presencia del arco entesado, de la presencia del peso de la batalla. 16 Porque así me ha dicho el SE