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En esta sociedad andaba la mano de los jesuitas; ellos les habían confeccionado sus reglamentos disciplinarios, en los cuales preponderaba un espíritu de inquisición completa: un librito reservado, de pocas hojas, en el que abundaban las transaciones del pudor con las conveniencias sociales y las exigencias religiosas; los casos en que las socias podían inquietar la virtud de los hombres con sus prendas físicas y morales; las ocasiones en que era lícito escotarse, y creo que hasta la línea del busto de la que el escote no podía pasar.

El amanecer le sorprendía en los gabinetes de Fornos con camaradas de infancia y hembras de alto precio, y otras veces en los camarotes de un colmado con guitarristas, toreros, «socias» de mantón y «fraternales amigos» que le tuteaban y cuyos apellidos no conocía bien: hombres con brillantes enormes, rumbosos, dicharacheros, que habían estado algunas veces en la cárcel o bordeaban con frecuencia sus puertas.

De todos modos, tal vestimenta se avenía mal con la pobreza de la esposa de Luquitas. «¿No ha venido anoche tu marido? le dijo Benina, sofocada de la penosa ascensión. No, hija, ni falta que me hace. Déjale en su café, y en sus casas de perdición, con las socias que le han sorbido el seso. ¿No te han traído nada de casa de tus suegros? Hoy no toca. Ya sabes que lo dejaron en un día y otro no.

Las «socias» cuidaban escrupulosamente de la blancura de sus cuellos y pecheras, y en ciertos días ostentaba sobre el chaleco una cadena de oro, doble, igual a la de las señoras, préstamo de su respetable amigo, que había ya figurado en el cuello de «otros muchachos que empezaban».