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Probablemente el último caso de esta especie ha sido la de Carmen Marín, "la endemoniada o espirituada", en el que intervinieron el arzobispo, sacerdotes y monjas, que conmovió profundamente a la sociedad de Santiago de Chile, en el segundo semestre de 1857, y que se encuentra documentado con informes de médicos y de presbíteros, en la "Revista Médica de Santiago", de Octubre de ese año.

El coro, que se llamó despues crucero en su interseccion con la nave central, solia revestirse de mármoles: separábale del presbiterio un segundo cancel, cuyas puertas custodiaban los acólitos. Una escalinata conducia al santuario ó presbiterio. Detrás del altar, á modo de corona, se sentaban en coro los presbíteros, con los obispos á la derecha, y la silla pontifical en el lugar preeminente.

Acostumbraba a sentarse en una butaca, delante de la cual, con intención o sin ella, probablemente con intención, colocaba dos sillas de suerte que parecía estar detrás de una valla. Poco después de entrar los presbíteros y animarse la conversación, la condesa se dormía profundamente, y así estaba hasta las nueve en que las sotanas se despedían, por supuesto sin darle la mano.

Desde allí fue a visitar al cura de San Ginés y al capellán de las Adoratrices. Tampoco logró nada en favor de su protegido. Estos presbíteros estaban ferocísimos, tanto o más que el prelado doméstico.

Varias jóvenes solteras, a quienes el tiempo y los desengaños habían hecho más reflexivas, algunas señoras casadas en las cuales sus maridos no habían podido extinguir la sed de lo infinito, y tal que otra viuda necesitada de consuelos, se reunían todas las noches en torno de media docena de presbíteros, formando un grupo interesante y conmovedor.

Así que a los postres, varios de aquellos presbíteros se juraban, estrechándose la mano, eterna fidelidad. Algunos se prometían ayuda corporal en el caso de que el sagrado pasto de los mansos parroquiales fuese violado por las ovejas de los incrédulos.