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Actualizado: 8 de julio de 2025
He venido para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla.
La patrulla, al escucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ella tumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado del mostrador, se vela a tres o cuatro mozos con su delantal blanco, rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla.
Los hombres, convencidos, se echaron sobre Zalacaín, éste cerró contra los dos; uno de los voluntarios le dió un bayonetazo en el hombro izquierdo, y Martín, furioso por el dolor, le tiró una estocada que le atravesó de parte a parte. La patrulla se había declarado en fuga, dejando un fusil en el suelo. ¿Estás herido? preguntó Bautista a su cuñado. Sí, pero creo que no es nada. Hala, vámonos.
Era una patrulla de «colorados». El jefe habló con el mayoral. «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que no llevaba otro pasajero que un pobre muchacho español, algunos jinetes avanzaron su cabeza por las ventanillas. «¡Ah, galleguito; «blanco» de mier... coles! ¡Déjate crecer el pelo para que te cortemos mejor la cabeza cuando seas grande!...» Lo decían riendo; pero yo, que sólo tenía trece años, me acurruqué en un rincón y deseaba meterme debajo del asiento.
Palabra del Dia
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