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Actualizado: 26 de julio de 2025
Pocas fechas corrían desde que la señora de Montauron se había reinstalado en París y en su hotel de la calle Varennes, ocupando el sobrino su antiguo elegante entresuelo del bulevar Malesherbes, mansión no lejana del palacete en que respiraba Mariana de La Treillade.
Y en aquel punto mismo, Alfonso dejaba de ser, en el palacete gris, con caperuza de pizarra, mientras en el aire flotaba el último verso del ingenuo romance infantil: «Cuatro duques la llevaban por las calles de Madrid.»
Junto á la antigua Capitanía del puerto palacete de Carlos III, blanco y azul, con una imagen de la Inmaculada se aglomeraban los carros del desembarque. Ferragut los encontraba lo mismo que años antes, con sus tiros de híbrida originalidad.
Se hablaba en voz baja; se caminaba ahogando el ruido de los pasos; el palacete, tan alegre antes, parecía habitado ahora por sombras tristes y silenciosas. Desde la misma calle, no subía ningún ruido; una espesa capa de arena había sido extendida delante de la fachada para apagar las pisadas de los caballos y el rodar de los carruajes.
Pedí el automóvil y partí, rumbo a la Avenida Quintana, donde vive mi amiga en su magnífico palacete. Entré de rondón en la casa. Todo estaba en ella revuelto, con ese desorden precursor de una mudanza. Los armarios de par en par, y por todas partes baúles abiertos, grandes y pequeñas cajas, enseres de todo linaje.
Palabra del Dia
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