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En extremo gustaba él de ver a Juanita charlar en la fuente o subir la cuesta con el cantarillo en la cadera o con la ropa ya lavada sobre la gentil cabeza, más airosa y gallarda que una ninfa del verde bosque, y más majestuosa que la propia princesa Nausicaa, que también lavaba la ropa cuando, sin desconcharse ni echar las ínfulas por el suelo, solían hacerlo las princesas, allá en los siglos de oro.

La preciosa hija de un rey que se entretenía en lavar su ropa, imitando en esto á la Nausicaa de la Odisea, deja que las aguas del mar le roben su sortija: el hijo de la costa se lanza al agua para recobrarla y se ahoga. Llora la joven y queda convertida en el romero de la playa, tan amargo y doloroso á la vez.

Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de Rebeca y Eliacer; ya, comparándome con el prudente Rey de Ítaca, me juzgaba en presencia de la princesa Nausicáa y de sus amables compañeras.

En el espíritu de don Paco pudo, sin embargo, más que el deleite de ver a Juanita en la fuente o volviendo del albercón, la idea de que, estando ya muy remotos los siglos de oro, no era posible imitar a la princesa Nausicaa, sin rebajarse o avillanarse demasiado; y así, aconsejó y amonestó tantas veces y con tan discretas razones a Juanita para que no fuese a la fuente, apoyándole siempre la madre de ella, que Juanita cedió, al cabo, y dejó de ir a la fuente y al albercón, retrayéndose, además, de otros varios ejercicios y faenas que no son propios de una señorita.