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No bien nos instalamos en nuestra mesa al día siguiente, el cura y yo, abriose con estrépito la puerta y vimos entrar a Petrilla, con la cofia en la nuca y los zuecos llenos de paja en la mano. ¿Qué hay? ¿Fuego? interrogó mi tía. No, señora; pero a buen seguro que está el diablo en casa.

Mi tío había señalado para mi partida el 10 de Agosto; estábamos a 8 y pasé esos dos días con el cura, cuya bondadosa fisonomía se demudaba de hora en hora ante la idea de nuestra separación. El martes por la mañana, hizome preparar un buen almuerzo, y nos instalamos por última vez, el uno frente al otro, con intención de reponer fuerzas.

Un gesto de amor humilde embelleció su cara magullada por el golpe. Nos instalamos en esta casa, que es de un electricista alemán amigo de la doctora. Cuando ella salía de viaje, dejándome libre, mis paseos eran siempre hacia el puerto. Esperaba ver tu buque. Mis ojos seguían con simpatía á los marinos, creyendo ver en todos ellos algo de tu persona... «Algún día vendrá», me decía yo.

A la izquierda se presentaba otra puertita, que daba a un cuarto de dos metros de ancho por tres de largo. La tomé por asalto, desalojando a dos o tres viajeros que estaban allí y que la cedieron gentilmente e instalamos en ella a Missis Mounsey, los tres niños y las dos maids.

, el cura y dos amigos de mi padre. Nos instalamos en el salón en espera de nuestros invitados y pronto apareció mi tío acompañado del comandante de Couprat, al que me presentó. ¡Dios mío, qué aspecto tan simpático, el del comandante! Sus ojos eran límpidos como los de un niño y sus cabellos y bigotes blancos como nieve.

Además, el dulce nido no estaba allá, tras los mares, entre el estruendo de París, sino a la espalda, en la tendida sabana, al pie del Monserrat. El Confianza, el más rápido de los vapores del Magdalena, partía a la mañana siguiente. Esa misma tarde nos instalamos todos a bordo.