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Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada.
Pero esta noche Bebé está muy serio, y no da volteretas como todas las noches, ni se le cuelga del cuello a su mamá para que no se vaya, ni le dice a Luisa, a la francesita, que le cuente el cuento del gran comelón que se murió solo y se comió un melón. Bebé cierra los ojos; pero no está dormido. Bebé está pensando.
Pero el corazón de Alejandro no estaba aquella noche en el salón de baile, sino en los dormitorios de Blanca. Graciana, una linda y traviesa francesita, en quien Blanca depositaba todos sus secretos, había cautivado el alma del mulato, sin que los antagonismos de raza fueran una razón de timidez por parte del cochero o de repugnancia por parte de la sirvienta.
Villamelón, que luchaba siempre en la mesa entre sus ganas de hablar y sus ganas de comer, prosiguió con alguna impaciencia. La francesita esa..., esa... ¿Cómo se llama? ¡Señor, por días pierdo la memoria!... Tú, Gorito, ¿sabes?... ¿Cómo se llama, hombre?... La de las camelias.
Alejandro se daba un tono insoportable para con los de su clase, con motivo de sus nuevos amores; y la francesita, aunque estaba lejos de ser una doméstica como las de Zola, no tenía el más mínimo embarazo en desempeñar todos los servicios de su ama y en adorar a Alejandro, sin la más mínima limitación.
Palabra del Dia
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