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Actualizado: 27 de julio de 2025


Luego, al saltar a otro país de cocoteros y bosques enmarañados, con ríos como mares, llanuras de infernal ardor, volcanes de cima humeante y lagos suspendidos entre cordilleras vecinas a las nubes, volvía a encontrar vestido de blanco, con el sombrero de paja en la mano, el mismo hidalgo cortés y ceremonioso; la dama de breve pie y ojos andaluces, discreta, juguetona y devota como una tapada de Lope; el antiguo convento colonial con sus torres encaperuzadas de azulejos que desgranan el campaneo de las horas en las tardes ardorosas o las noches lunares sobre calles de rejas ventrudas impregnadas de perfume de naranjo y de jazmín.

Además de los guardabosques y algunos robustos jayanes que ganaban su vida carboneando y cortando leña en los vecinos montes, veíase allí á un músico de rubicunda nariz, á un alegre estudiante de Exeter, y más allá un sujeto de enmarañados cabellos y luenga barba, envuelto en tosco tabardo y un joven, al parecer montero ó paje, cuyo raído jubón no reflejaba gran crédito sobre la munificencia de su señor, quienquiera que fuese.

Excusóse éste como pudo y se alegró de dejar atrás á los cantantes, cuyos enmarañados cabellos rojos, afiladas hoces y risa brutal los hacían nada gratos compañeros de viaje y menos para encontrados al caer la noche en campo raso.

El apoderado le tranquilizaba. Volvería: estaba seguro. Volvería, aunque sólo fuese por un año. Doña Sol, con todos sus caprichos de loca, era una mujer «práctica», que sabía cuidar de lo suyo. Necesitaba la ayuda del marqués para desenredar los enmarañados asuntos de su propia fortuna y la que su marido le había dejado, quebrantadas ambas por una larga y fastuosa permanencia lejos del país.

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