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Actualizado: 8 de junio de 2025
El viejo camarada había perdido la corrección habitual de sus cuellos y de su corbata; dos chapas rojas alegraban su semblante. Fernanda se hallaba perezosamente reclinada en el muelle respaldo de raso del cupé; a pesar de sus 38 a 40 años estaba bellísima. Al vernos se incorporó, consultó la hora y bajó ágilmente del carruaje, subiendo a su victoria de un salto.
Y la capa observó el Conde; la olvida usted, y hará frío. No lo creo. En efecto rectificó la tía, tocando la mano de Judit, está abrasando. ¿Será que tienes fiebre? Convendría que no salieras. No, tía se apresuró a contestar la joven; nunca me he sentido mejor. El cupé aguardaba a la puerta; subieron a él y atravesaron los bulevares, juntos, en pleno día.
Y aquella mujer parecía una estatua de hielo, en medio de la involuntaria voluptuosidad que emanaba de todo su conjunto. Volvimos a tomar la gran Avenida. Fernanda y don Benito habían desaparecido. Alejandro, desde el pescante de nuestro coche, me hizo una seña que significaba que la pareja estaba allí. Y, en efecto, nos acercamos y Fernanda y don Benito estaban en el cupé.
En la oscuridad del cupé, María Teresa, temblorosa todavía, contó a su madre, excusándose, lo que había ocurrido. La señora Aubry comprendió el motivo que había impulsado a su hija a proceder con tanta precipitación. Lejos de hacerle ningún reproche, la estrechó con ternura, diciéndole: Supongo que no lamentas nada... No, mamá querida.
¡Inocente! la libra esterlina; una partitura que no admite rivalidades de escuela y poniéndome el sobretodo en el brazo, y armando el claque, sacome fuera y metiome en el cupé que comenzó a rodar apenas sonó el golpe de la portezuela. La fatiga me rindió aquella noche, pero no pude descansar.
Palabra del Dia
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