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Actualizado: 30 de abril de 2025
Mis manos están puras, y en el día del juicio final, cuando se pesen nuestros actos, podré presentarme osadamente ante el trono de Dios Todopoderoso y decirle: «Cúbreme con tus más blancos ropajes, pón en mis hombros las alas de cisne más delicadas y déjame colocarme en la primera fila, pues poseo una hermosa voz, a la cual sólo falta un poco de ejercicio para honrar al paraíso.»
El hombre de la capa me obligó a colocarme, como él, en las primeras filas de curiosos y caminar no muy lejos del reo. El cielo seguía envuelto en un sudario ceniciento, y el piso no mejoraba en aquellos sitios. A la verdad, no comprendo por qué razón me dejaba arrastrar por aquel hombre. Me sentía cada vez más aturdido, como si estuviese soñando.
Claro está que yo, aspirando siempre a lo más perfecto, ora supongo que hay, ora si no hay, gustaría de que hubiese, una sociedad más escogida, elegante y honrada, un círculo de gente más selecta, dentro del cual fuese yo digna de colocarme.
Este generoso tío escuchó con sensatez mi manifestación, y se apresuró a colocarme con arreglo a mis inclinaciones. Entré en un colegio, donde, a sus expensas, hice mis primeros estudios con algún provecho.
Yo creí que debía apelar a toda mi fuerza de espíritu para mostrarme con ella en la verdadera posición en que podía colocarme: esto es, en la posición que me encontraba seis años antes. Amparo debía ser siempre para mí la misma: una protegida a quien yo dispensaba cuanta protección debía de una manera enteramente desinteresada: lo demás me parecía repugnante.
Palabra del Dia
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