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En vano esperaba Poldy y hasta fantaseaba el milagro de que la cigüeña hablase, pero la elocuencia de la cigüeña jamás iba más allá de los castañetazos de costumbre y de algunos roncos y desentonados silbos, que eran todo su lenguaje. Con esto nada podía ponerse en claro. La cigüeña se mostraba muy amiga y muy mansa con la joven Condesa.

Ya era de noche cuando atravesaron este paradero, por lo que enviaron á buscar algo que comer, que confortara sus estómagos. Terminada esa pequeña comida, volvieron á ocupar su cigüeña, emprendiendo de nuevo la marcha.

La cigüeña blanca había venido volando, se había abatido a pocos pasos de ella, y ya se le acercaba con su lento y majestuoso paso y dando con el pico los castañetazos con que solía siempre saludarla. Indescriptible fue la alegría de Poldy. Su impaciencia fue mayor que su alegría.

Era una corpulenta cigüeña blanca, que salió de detrás del torreón, y que sin el menor espanto, sino mansa y serena, se vino hacia Poldy con paso lento, grave y majestuoso. De vez en cuando movía la cabeza a un lado y a otro con graciosa coquetería.

Buen tirador sois, á fe mía, dijo gravemente el ballestero, pero no habéis probado serlo mejor que yo. Apunté á la cigüeña y en el blanco; nadie hubiera podido hacer más.

La cigüeña se dejó acariciar y mostró la satisfacción y el gusto que aquellas nobles caricias le causaban, entornando los párpados como si se adormeciese y restregando suavemente el largo cuello sobre la vestidura de la linda dama. Pasó ésta la mano por el cuello de la cigüeña, bajándola hasta el ancho buche, cubierto todo de abundantes y blancas plumas.

Ahora viene lo bueno dijo el pastor. Aguarde usted, aguarde usted continuó la niña y verá lo que sucedió. Pues señor, el hombre se volvió a su casa tan contento, que no le cabía el corazón en el pecho. «¡Qué holgorio van a tener mis hijos!», decía. Cuando llegó, ya la cigüeña había traído al niño, el cual estaba en la cama con su madre.

Poldy, casi desesperada ya de volver a ver la cigüeña, acudió, no obstante, como de costumbre, entre diez y once de la mañana, a la orilla de la laguna.