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Actualizado: 4 de julio de 2025


Extrañaba mucho aquel desusado armatoste, y cuando se lo veía en la sombra, parecíale de tres o cuatro palmos de alto. Dentro de casa, creía que tocaba con su sombrero al techo. Pero en orden de chisteras, la más notable era la de D. Basilio Andrés de la Caña, que lo menos era de catorce modas atrasadas, y databa del tiempo en que Bravo Murillo le hizo ordenador de pagos.

Revueltos con ellos, iban los disfraces de siempre: mamarrachos con arrugadas chisteras y levitas adornadas con arabescos de naipes; bebés que asomaban la poblada barba bajo la careta y al compás del sonajero decían cínicas enormidades; diablos verdes silbando con furia y azotando con el rabo a los papanatas; gitanos con un burro moribundo y sarnoso tintado a fajas como una cebra; payasos ágiles, viejas haraposas con una repugnante escoba al hombro, y los tíos de «¡al higuígolpeando la caña y haciendo saltar el cebo ante el escuadrón goloso de muchachos con la boca abierta.

En torno de la cruz de plata agolpábanse los negros bonetes, las rizadas sobrepellices y las lustrosas chisteras del acompañamiento.

Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza.

Palabra del Dia

godella

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