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Actualizado: 3 de junio de 2025


En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivinábase al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo. Despertaba el templo.

Pasaban lujosos equipajes, camino de Palermo; en la calle, demasiado estrecha, no había espacio para todos: al lado de elegante victoria, marchaba enorme carromato, cargado de cajones, o de pipas o de sacos, dando tumbos en los baches del empedrado, con espantoso chirriar de ruedas; se encabritaban los caballos, juraban los cocheros, y había linda cabeza que se asomaba a la portezuela, con inquietud o impaciencia.

Comienzan a chirriar las puertas metálicas de las tiendas; suenan lentas, graves, una a una, las campanadas de una iglesia. Y un coche se desliza ligero, con alegre tintineo, sobre el asfalto. Lo tomo.

Me gusta ver, al amanecer, cómo se aligera la niebla y sube por el monte Izarra, y comienza a brotar la ciudad y el muelle de las masas inciertas de bruma; me encanta oír el cacareo de los gallos y el chirriar de las ruedas de las carretas en el camino. Cuando hace buen tiempo salgo por las mañanas y recorro el pueblo.

El campanero había desaparecido. Se oyó el chirriar de cadenas y poleas y un trueno sordo hizo temblar toda la torre. Vibraron el metal y la piedra, y hasta pareció conmoverse el éter del espacio. Acababa de tocar la Campana Gorda, ensordeciendo a los que estaban junto a ella. Momentos después, en el frontero Alcázar resonó el marcial estruendo de trompetas y tambores.

En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivinábase al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo. Despertaba el templo.

Los marineros retiraron los remos. Las garruchas de las dos velas comenzaron a chirriar, los anillos corrieron por las cuerdas y una obscura forma se levantó en el aire, encima de . No se movía ni una ráfaga de viento. La noche estaba tranquila y húmeda. A lo lejos brillaba con intermitencias la luz roja del Cabo Higuer.

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