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Actualizado: 17 de julio de 2025
Le llamaban «el mallorquín de las onzas», porque su madre le remitía el dinero en onzas de oro, que rodaban con reflejo escandaloso sobre las mesas verdes. Al prestigio de esta magnificencia monetaria iba unido su extraño título de butifarra, que hacía sonreír en la Península, evocando en la imaginación de muchos una especie de autoridad feudal, con derechos de soberano, sobre lejanas islas.
Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar donde no quedaba comercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos de pescadores , se habían dedicado a imponer su nombre con un lujo esplendoroso, arruinándose lentamente. El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuando ser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Dios y los caballeros.
Más de una semana transcurrió sin que don Quintín la convidase a cenar, hasta que aquel día infausto del sablazo frustrado se presentó en su casa llevándole por todo regalo un cuarterón de butifarra y siendo recibido con tal desabrimiento que pudo conjeturar cercano el fin de sus placeres. En vano quiso mostrarse dulce y apasionado. ¿Qué ternura ni qué vehemencia pueden amansar a una pantera?
Y Febrer lanzaba carcajadas escuchándole, mientras el marino se decía que este Jaime era un buen muchacho, digno de mejor suerte, sin otro defecto que ser un butifarra algo pegado a las preocupaciones de familia.
Palabra del Dia
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