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O qué, ¿se puede impunemente transmitir a nuestros tataranietos veneno y pus, en vez de sangre? Salió el señor Joaquín del gabinete del Esculapio un tanto asustado, pero aún más confuso, sirviéndole únicamente de consuelo el pensar que las desdichas vaticinadas a su prosapia no ocurrirían hasta dentro de un siglo lo más pronto.

Tal era, en tiempo de nuestros antepasados, la imagen que les presentaba la montaña cargada de hielo: los tataranietos de nuestros hijos, que vivan en la indefinida lontananza de los siglos, verán cuadros completamente distintos. Tal vez entonces, completamente fundido el ventisquero, corra en su lugar arroyuelo humilde, ni que quede otra huella de aquél que una ligera convexidad del terreno.

Aunque confusa y enmarañadamente, los seis presumían de buenos cristianos, y todos eran tataranietos de tres elegantes y lindos escuderos de Castilla, que habían acompañado a Ruy González de Clavijo cuando visitó a Tamerlán como Embajador de Enrique III. Tres señoronas de la corte de Samarcanda, tan encopetadas como antojadizas, se habían prendado de los escuderos susodichos, se habían casado con ellos, reteniéndolos en el centro del Asia, y de tales enlaces procedían los Pérez, los Fernández y los Jiménez, de cuyo patriótico atavismo aquí damos cuenta.