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Se había presentado a él un señorito de San Sebastián, de familia carlista, de los que llamaban hojalateros, muy gordo y muy lucio. Mire usted, don Miguel había dicho al ex escribano , yo soy muy carlista y mi familia también lo es; quisiera servir a don Carlos, pero, ya ve usted, no estoy para andar por el monte y desearía entrar en las oficinas.
La veía cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle. Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota.
Ya estaba agotado el artículo de verduras; ahora a otra cosa. Y atravesando el arroyo, pasaron a la acera de enfrente, a la del Principal, donde estaban los vendedores del casquijo, ¡Vaya un estrépito de mil diablos! Bien se conocía la proximidad de las escalerillas de San Juan, con sus lóbregas cuevas, abrigo de los ruidosos hojalateros.
Palabra del Dia
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