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En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía valle situado en los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal las mujeres se distinguen por sus condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos, destripan terrones con la misma furia que antes combatían; andan medio en cueros, luciendo sus fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en sus hombros de cariátide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de varón, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce años, volviendo sólo al país un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas cumplido su oficio de machos de colmena.

Sépase, empero, que el tipo general y genuino, el arquetipo, el dechado, no es alto y recio como el de la hermosa cariátide vascongada, por ejemplo; ni fresco y amplio como el de las mujeres de Rubens; ni pequeño y pardo como el de las hijas del interior de España: sépase también que las bellas están en Granada en mayoría, y sépase, en fin, que casi todas tienen poco hueso, pie diminuto, provocativo talle, la color algo quebrada, rasgados ojos obscuros y sus indispensables interesantísimas ojeras.

Lo primero que vió Miguel fué un enorme montón de billetes de mil francos, de placas de cinco mil, de fichas y papeles de distintos valores. Era una fortuna. Luego se fijó en Alicia, inmóvil en su asiento, tal como la había dejado, con un rostro inexpresivo de cariátide. Sólo sus ojos iban maquinalmente de aquel montón de riquezas á las manos del banquero. Fumaba... fumaba.