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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Conseguimos que nos diera de cenar, por la insistencia de Allen. Luego, mientras nos servía la cena, nos preguntó: ¿Qué son ustedes? -Marinos. Hemos naufragado en la costa hace ocho días y venimos andando. -Si son ustedes marinos, vayan ustedes a casa del capitán Sandow. Allí les aceptarán. ¿Quién es el capitán Sandow?-pregunté yo-. ¿Un militar? -No; es un antiguo capitán de barco.
Al día siguiente yo le dije a Allen que advirtiera al capitán Sandow que, para corresponder de alguna manera a su hospitalidad, trabajaríamos en su casa. A Ugarte le parecía una simpleza ponerse a trabajar cuando no se lo pedían a uno; el capitán Sandow replicó que no quería que hiciésemos nada; pero, sin duda, en vista de la insistencia de Allen, dijo que podríamos ponernos a arreglar el jardín.
Me quedé a su lado. La herida que tenía en la cara era leve. Usted, sí. Vayase. Escápese usted me dijo Allen. No, no le abandono. Hay testigos aquí de lo que ha pasado. Vayase usted. Si se escapa me puede usted servir mejor desde fuera de la cárcel que de dentro. Tome usted el dinero que me queda. Si llega usted a Francia, escriba usted a la criada vieja de casa de Sandow.
Leímos al mismo tiempo los dos Rob Roy, Ivanhoe y Quintín Durward, y hablamos mucho de los personajes de las novelas del gran escritor. Yo encontraba a la hija del capitán cierto parecido con Diana Vernon, aunque Ana Sandow era más melancólica que la heroína de Walter Scott. Ana vivía a merced de los caprichos de su padre, viejo loco y egoísta, que no la dejaba hablar con nadie.
Ugarte vio que la señorita de la casa me manifestaba simpatía, y, llevado por uno de sus movimientos de rabia y de envidia, escribió al capitán Sandow, diciéndole que yo iba entablando amistades con su hija, que los tres éramos piratas, que veníamos escapados de los pontones. El capitán Sandow me llamó y le conté lo que nos había pasado, sin ocultarle nada.
Palabra del Dia
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