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Actualizado: 19 de octubre de 2025
Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y Fermín Urquiola. Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía.
Al enfriarse un tanto su apasionamiento, se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían por primera vez el jardín con todas sus bellezas, como si hasta entonces hubiese permanecido oculto entre nubes. Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse doña Cristina.
Sanabre entró en el despacho de los ingenieros como un simple agregado, trabajando á las órdenes de un inglés, que había construido los hornos y era un excelente director, hasta media tarde, pues pasada esta hora, el whisky, bebido en abundancia durante el día, le impulsaba á las mayores extravagancias.
Los protegidos de Goicochea hablaban de la necesidad de «velar por los intereses de la casa», y al mismo tiempo, de meter en un puño á aquella gentuza, cada vez más exigente y respondona. Pero Sanabre estaba allí y servía de intermediario y pacificador. ¿Qué le importaban á un potentado como Sánchez Morueta algunas pesetas menos?
Tengo la certeza de que si esto sigue, aún te verán alguna noche con una guitarra, en Las Arenas, cantando serenatas ante la ventana de mi sobrina. Aresti, por no molestar al ingeniero, cambió de tono y le habló con gravedad. Podía prepararse á sufrir disgustos. Aquello no sabía él cómo podía acabar; lo más probable era que terminase de mal modo. Lo sé dijo Sanabre con tristeza.
Palabra del Dia
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