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Actualizado: 5 de mayo de 2025


Mientras el cuerpo dormía en este dulce enajenamiento de los sentidos, velaba el espíritu con actividad maravillosa. Su memoria estaba bañada de claridad y la imaginación se lanzaba con raudo vuelo dando vuelta a los orbes. En vez de meditar sobre la muerte del Señor, pensaba con íntima complacencia en su adorable vida y recorría todos los pasos completamente embelesada, representándoselos con tal verdad como si realmente hubiese asistido a ellos. Veía primeramente a Jesús naciendo en la gruta de las cercanías de Belén, abrazando con sus tiernos brazos el cuello de la Virgen y sonriendo a los pastores y a los magos que de luengas tierras vinieron a adorarlo. Veíale en seguida transportado a Egipto, recorriendo los desiertos de la Arabia, durmiendo sobre el regazo de su madre debajo de algún árbol o en el fondo de alguna cueva. Después lo encontraba en los pórticos del templo de Jerusalén sentado en medio de los doctores, cuando sólo tenía doce años, con sus largos cabellos de color de bronce y la blanca túnica, que formaba graciosos pliegues hasta cubrirle los pies, asombrando a todos tanto por su belleza sobrehumana como por la profunda sabiduría de sus palabras. Contemplábale en su modesto albergue de Nazareth, en la paz de una vida obscura y contemplativa, nutriendo su divino espíritu de las sublimes verdades que el Eterno Padre le comunicaba en sus frecuentes solitarios paseos. Asistía después a sus primeras predicaciones por la Galilea y al primer milagro con que dio testimonio de su poder infinito en las bodas de Caná. Acompañábale a Cafarnaum, cuando de pie sobre una barca de pescar, mecida suavemente por las olas, dirigía su palabra, más clara que el sol que los alumbraba, más dulce que la brisa de la tarde, a la muchedumbre congregada a la orilla. Volvía con

Palabra del Dia

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