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Muchos pasajeros iban vestidos de blanco de pies a cabeza, e igualmente de blanco los domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había momentos en que el castillo central parecía invadido por una tripulación de Pierrots. Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matinales paseos, erguida y sin mirar a nadie, con un sombrero de tul elegante y vistoso.

Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradoras, de pierrots o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo, Juanito contemplaba con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca de la cama, arrojando al paso en las sillas los adornos exteriores.

Reunido el Comité encargado de la admisión y revisión de obras, el diálogo de Rostand, á pesar de los esfuerzos de Féraudy, que lo leyó magistralmente, fué rechazado por unanimidad. Aquel mismo día había muerto Banville, y el recuerdo de sus «Pierrots» emborronaba sin duda, el mérito de los de Rostand.

En cierta ocasión, no teniendo nada que ensayar, el futuro dramaturgo escribió un diálogo en verso titulado «Los Pierrots». «Rosamunda» cogió el manuscrito y se lo llevó á Féraudy para que lo leyese, y éste, entusiasmado, habló de ello con Julio Claretie, quien impresionable y optimista como buen meridional, llamó á Rostand á su despacho de la Comedia Francesa para decirle que su obrita le había gustado mucho y que pensaba estrenarla.