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Todavía en el mundo había piratas, todavía había negreros, males todos ¿quién lo duda?, peligros que obligaban al marino a tomar ante los hechos una actitud gallarda. Todos estos riesgos exaltaban la imaginación, aumentaban el valor, daban el pensamiento de luchar contra el mal y de vencerlo.

Nunca llegué a acostumbrarme al espectáculo de miseria y de horror que ofrecían; casi siempre me metía en el camarote para no ver aquellos desdichados. Zaldumbide los trataba bien; pero eso no evitaba que el espectáculo fuera repulsivo. El Dragón no era de aquellos clásicos negreros que podían considerarse como ataúdes flotantes.

El capitán lo era, lo mismo que su camarilla o guardia negra, con quien se entendía en vascuence. Yo iba a formar parte de esta camarilla. No era raro, síno muy frecuente, que los armadores de barcos corsarios o negreros escogieran capitanes de puertos lejanos; así, los de Saint-Malô tomaban un capitán de Burdeos; los de aquí, uno del Havre o de Honfleur.

Hay que reconocer, en honor de la bella Francia, que los negreros franceses debieron dejar atrás a los demás en el arte de desollar negros, porque incrustaron en el lenguaje de las colonias el nombre del látigo francés, lo impusieron, y a todas partes donde había negros llevaron triunfante el fouet.

No les alimentaba con mijo y manteca de palma, como los demás negreros; sino que les daba pescado ahumado, habichuelas y miel. Los alimentaba mejor que a los marineros. No había sublevaciones; al revés, había negro que, salido de la prisión, al verse en el barco con cierta libertad y sin ser golpeado, consideraba al capitán como a un bienhechor. El farsante del vasco sonreía dulcemente.

Hay un fondo de crueldad en el hombre, y sobre todo en el niño, que goza obscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie. Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de los barcos negreros, Yurrumendi solía recordar una canción en vascuence.