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¿Hasta el pueblo?... Juancito lo puede acompañar. Convenido, y que esto quede entre nosotros, ¿eh?... ¡Don Ricardo, ni que hablar! ¿Ché, Melchor, dónde pusiste los diarios que trajimos?... ¿Por qué te ríes? ¡Pero, hombre!... ¡Recién se te ocurre leerlos!... ¿Y los has leído?... ¡Casi no los leía allá!... ¡y voy a venir a la estancia para ocuparme en eso!... ¿Y para qué los trajiste?

En un país muy extraño vivió hace mucho tiempo un campesino que tenía tres hijos: Pedro, Pablo y Juancito. Pedro era gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas; Pablo era canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito era lindo como una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan chiquitín que se podía esconder en una bota de su padre. Nadie le decía Juan, sino Meñique.

¡Ni se le ponga, Baldomero! Déjelo no más... eso, se arreglará solo. Ricardo se había levantado para almorzar y había sacado de un pequeño paquete que le dio Juancito un montón de cartas que en su casi totalidad estaban dirigidas a Melchor, a quien entregándoselas le dijo: ¡Ahí tienes lectura para rato!

Todo el paisanaje se lanzó a escape tras los competidores entre los que desde el «pique» hizo «punta» el «malacara» montado por Juancito el peón de la caballeriza solicitado al efecto por su dueño con la promesa de darle dos pesos si ganaba la carrera.

Trae ese arreador, Juancito dijo Baldomero al pequeño peón, que le entregó el que tenía en la mano y que aquél enarboló amenazante, mientras Lorenzo le decía: ¡No le pegue muy fuerte!