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Jenofonte Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su Anábasis, sino se nombra en tercera persona cuando es menester, como si fuera uno el que escribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte.

Y esto es verdad, mi buen lector mundano, Porque él, con catapultas de cañizo, Con frecuencia deshizo El rico armón de mi cañón prusiano. ¡Del arte militar, el horizonte Que ve un Napoleón o un Jenofonte...!

Sólo poco antes de darse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando este príncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando ya cerca el de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejos en la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luego como mancha negra, y por último, con claridad y distinción, oyéndose el relinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armados de truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de los instrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro de las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no de antemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas y explicándole el murmullo que corría entre los griegos, el cual no era otro que lo que llamamos santo y seña en el día, y que fue en aquella ocasión Júpiter salvador y Victoria.

El señor Pulido, con su flemática suavidad, díjole entonces: Descuida, Pepe..., pocas darán si hay que dar en secreto... El valiente Zumalacárregui, parado en firme con la réplica no menos lógica de la Villasis, replegó su guerrilla y parapetóse en el monte Aventino, con una retirada digna de Jenofonte.