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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Cuando Godfrey Cass volvió de la fiesta de la señora Osgood, a media noche, no lo sorprendió mucho el saber que Dunsey no había vuelto a la casa.

Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.

Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed , con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.

Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo. La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey.

Lo más cuerdo que podía hacer era tratar de atenuar la cólera de su padre contra Dunsey, y conservar lo más posible las cosas en su antiguo estado. Si Dunstan no volvía hasta dentro de algunos días y Godfrey suponía que aquel pícaro tenía bastante dinero en el bolsillo como para poder prolongar su ausencia bastante tiempo , todo podría disiparse.

Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley. A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.

Palabra del Dia

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