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Actualizado: 8 de julio de 2025


Asistíamos a la faena de acostar a los niños cuyo tocado de noche se hacía por indulgencia en el salón, y a quienes la madre llevaba a la cama, todos envueltos en tela blanca, los brazos colgantes y los ojos cerrados ya por el sueño. A eso de las diez nos separábamos.

Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras; y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; para que cuando el niño vea una piedra de color sepa por qué tiene colores la piedra, y qué quiere decir cada color; para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos.

Y cosa extraña y que entristece! esos admirables puentes colgantes no son otra cosa que plagios fecundos que el ingeniero de Europa hace de los puentes que nuestros indígenas inventaron hace siglos.

¡Vete de ahí le gritó ; vete, maldito, que nos apestas! Anda, pellejo, despabílate. Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto podía los ojos, cual si por ellos oyese. Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor: confundes a la gente. ¿A qué apestas, demontre? preguntó la tullida . Serán esos puros del estanquillo.

¡Hola... señora Porcona! exclamó dirigiéndose a una que parecía tener los párpados en carne viva y los labios blancos y colgantes, con lo cual hacía la más extraña y espantable figura del mundo . ¿Hola... cómo le va? ¿Cómo están esos parientes?

Algunos troncos faltos de hojas cubríanse de colgantes pabellones de fibras, semejantes a vestiduras que cayesen en andrajos. Al otro lado del camino, por entre la empalizada de los troncos y las copas de los árboles crecidos en la pendiente, mostrábanse a cada revuelta la ciudad y la bahía. Las masas de techumbres rojas y pardas estaban igualadas por la distancia.

Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años y el menor, nueve.

Palabra del Dia

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