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Actualizado: 6 de junio de 2025
Como si la oyera, apareció una última vez Bob y le dijo: ¿De qué te quejas, Cristela?... Ningún mortal puede ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar contenta.
Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero: ¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?
Cristela paró la rueca, suspiró, y repuso, con más tristeza que amargura: ¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob? ¡Linda cosa es ser sabio! Bob se sonrió, tirose de la larga barba blanca, como acostumbraba, y dijo: Ser sabio... es tener el derecho de equivocarse.
Bob Cass ejecutaba las figuras de un «hornpipe». Muy orgulloso con la agilidad de su hijo, el squire declaró repetidas veces que Bob era exactamente lo que había sido él en su juventud, con un tono de voz que implicaba que aquella habilidad era el rasgo supremo de mérito en la mocedad.
Decía así: «El amor que entra por los ojos, se escapa por los ojos, porque, los ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El amor que se refugia en el alma, en el alma queda, porque el alma es una torre cerrada.» Y al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano. Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente, favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe de Marruecos.
Palabra del Dia
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