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En el centro de su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente a la puerta de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con un farolón de hierro forjado. Jaime, al descender, chocaba su bastón en la piedra arenisca de los escalones o tocaba las grandes ánforas barnizadas que adornaban los rellanos, y éstas devolvían el golpe con una sonoridad de campana.

Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas: sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de las máquinas del riego, la humedad de las acequias, unida a las tenues nubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio una neblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde con reflejos de nácar.

La luz de la antorcha marcaba sobre la superficie, aquí y allá, gigantescos hongos obscuros, grandes paraguas, cúpulas barnizadas que brillaban reflejando la roja llama. Eran naranjos sumergidos. Estaban en los huertos. ¿Pero en cuáles? ¿Cómo guiarse en la obscuridad?

Sobre el caserío alineado á lo largo de la Marinela, las iglesias de Nápoles asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes y amarillas. Más que techos de templos cristianos, parecían remates de baños orientales.

El primer sol de verano abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia acaramelada, y este cuadro levantino, fuerte de luz, dulcificábase con el tono blanco de la muchedumbre, vestida de colores claros y cubierta con los primeros sombreros de paja.

Luego de comer salió a una pequeña galería que daba sobre el jardín, con su ruinosa baranda de balaustres coronada por tres bustos romanos. A sus pies extendíase el follaje de las higueras, las barnizadas hojas de los magnolieros, las bolas verdes de los naranjos.