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Actualizado: 12 de junio de 2025


Comenzaba a anochecer y a Fermín le pareció que toda la sombra del crepúsculo se le metía dentro del cráneo, nublando su pensamiento, entorpeciéndolo con dolorosa somnolencia. Un frío intenso y paralizador, un frío de sepultura, arañaba su espalda. Era la brisa ligera de la noche, pero a Fermín le pareció un viento de hielo, una tromba glacial que venía desde el Polo para él, sólo para él.

Chemed tenía además mucho chiste y felicísimas ocurrencias: decía mil graciosos disparates; y Mutileder se regocijaba y reía sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga melancolía se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arañaba el corazón, como si fueran las uñas de un gato, o digamos mejor, de un tigre.

Le daban por mañana y tarde furiosos ataques epilépticos, en los que se golpeaba la cara y se arañaba las manos; y, por fin, un día Benina la sorprendió preparando una ración de cabezas de fósforos con aguardiente para ponérsela entre pecho y espalda. La marimorena que se armó en la casa no es para referida.

Era un combate, cada veinticuatro horas, con las fuerzas ciegas de la Naturaleza. El ejército del trabajo se extendía por todo el globo: arañaba los continentes, saltaba a las islas, surcaba el mar, descendía a las entrañas del suelo. ¿Cuántos eran sus soldados? ¡Quién podía contarlos! Millones y millones.

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