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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Se despidió al poco rato; ya había dado su noticia, ya sabía lo que quería; no era cosa de perder el tiempo; necesitaba hacer en otra parte otra buena obra por el estilo. Se marchó, como la marejada que se retira. Dejó los senderos blancos como si los hubiesen peinado. La escoba almidonada de enaguas y percal engomado dejó su rastro de rayas sinuosas y paralelas grabado en la arena.

Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional.

La puerta de una tienda de ultramarinos dejaba escapar en la esquina próxima un cuadro de luz vivísima, y veíase en el fondo al tendero, inmóvil ante el mostrador, ajustando sus cuentas. A cuarenta pasos, debajo de un andamiaje, una farola hacía resaltar las negras siluetas de un chulo de chaquetilla corta y una chula de falda almidonada y pañuelo de seda a la cabeza, que dialogaban vivamente.

Representaba cuatro o cinco años, estaba en pie, sin más traje que una camisilla muy almidonada, tenía tras la cabeza un sol de metal blanco, la mano derecha extendida con el índice y el dedo de corazón muy tiesos, como bendiciendo a las gentes, y en la izquierda sostenía un globo azul salpicado de estrellas: el pelo rubio, muy ensortijado, los ojos intensamente azules, sin vida ni expresión, semejaban enormes cuentas de vidrio, las pestañas recias y mal puestas, como cerdas, la boca una mancha abermellonada, y las carnes tan sonrosadas, tirando a rojizas, que parecían de muñeco para estudio anatómico; toda la figura, en fin, exenta de la divina gracia y dulce poesía que debiera tener.

Palabra del Dia

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