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Al cabo de muchas horas de aplanamiento y laxitud, doña Inés pareció reanimarse, abrió los ojos y cambiando de postura murmuró algunas frases incoherentes. Entonces Luciano alargó la mano hacia la mesa, cogió el frasco, lo destapó... y enseguida, de pronto, bruscamente, como acobardado, volvió a dejarlo de golpe donde estaba.
Le entró una risa convulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada... «¿Quién me había de decir?... ¡oh, mi re Dios de mi alma que yo... ji ji ji!...». Apartó el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a dolerle mucho de tantos estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrir la puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote.
Me la alargó, y yo, como es lógico, traté de besarla; pero la retiró con fuerza. No, eso no. Aguarda un poco, te daré el crucifijo, como en Marmolejo repuso riendo. Prefiero la mano. ¡Hereje, vete! Dios está en todas partes. Pero, en fin, si quieres darme el crucifijo, lo guardaré con cariño como un recuerdo. Espérate un momentito. Tengo aquí el hábito.
Palabra del Dia
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