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¡Oh! ¡qué delirio! ¡qué sueño! exclamó después de algún tiempo . ¡Que no despierte yo nunca, amor mío! porque si no me amases... me vengaría... y mi venganza... ¡oh! no hablemos de esto... ¡las dos! ¡ya es tarde, Dios mío! ¡y el coliseo!... ¡malditas sean las comedias! ¡pero es preciso! ¡vamos, acompáñame!

LEONOR. Estoy resuelta; ya no hay felicidad, ni la quiero, en el mundo para ; sólo morir apetezco. Acompáñame, Jimena. JIMENA. Estás temblando. LEONOR. ; tiemblo porque a ofender voy a Dios con pérfido juramento. JIMENA. ¿Qué decís? LEONOR. ¡Ay! Todavía delante de le tengo, y Dios, y el altar, y el mundo olvido cuando le veo.

Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame». Presintió resistencias, y pensó para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso.... Y si cree que puede conmigo...». Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.

Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más.... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate.... A ver, un banco, una silla para la señorita.... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame . Abrígate, Nucha. Volando no, pero al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre.