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Era Balarán de nobilísima prosapia, de majestuosa presencia y de bello rostro resplandeciente en juventud lozana; era celebrado por su profundo conocimiento de los Vedas, de las Leyes de Manú, de los Puranas y demás libros sagrados, y de todos los sistemas filosóficos-ortodoxos y heterodoxos de la India; y era venerado además por su energía, por su fe inquebrantable en los altos destinos de su religión y de su casta, y por otras raras virtudes aparentes o verdaderas.

¿A quién dirigía con violencia el P. Gil estas contundentes preguntas hallándose solo? A un heresiarca invisible que le replicaba silbando como una serpiente: «Los diferentes libros de la Biblia son obra de los hombres, como todos los demás que se atribuyen origen divino, el Corán, los Vedas, etc. Son compilaciones de escritos de diversos géneros y épocas.

Es la Maya como dicen los Vedas, es el velo de la ilusión el que, cubriendo los ojos de los mortales, les hace ver un mundo del cual no puede decirse si existe o no existe, un mundo que semeja a un sueño, a la radiación del sol sobre la arena, donde el viajero de lejos cree percibir un lago.

Lejos de ser el butiro una novedad, traída por el progreso humano, parece que ya las hijas de los primitivos arios, en las faldas del Parapamiso, ordeñaban las vacas y de su leche sacaban exquisita y fresca manteca, tomando ellas nombre de este mismo oficio o arte en que se empleaban, pues afirman los sabios etimólogos que la palabra hija, en el lenguaje de los vedas, equivale a la que ordeña las vacas y hace la manteca.