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No, no le conocían bien: don Bernardino era un truchimán de primo cartello, y ya tendría a buen recaudo todos sus valores, para tomar las de Villadiego el mejor día; después, échenle ustedes un galgo. Que la familia se iba al Frigal, y salían las propiedades a remate... ¡farsa! ¡ojalá pudiera ella registrarles los baúles!

Mejor es ahorcarle decía uno, y servía el español al francés de truchimán. ¡Cómo ha de ser mejor! exclamaba el infeliz. Conforme respondía uno, veremos. ¿Qué hemos de ver clamaba otra voz, sino que es francés?

Estupiñá se encargaba de traer estos peligrosos artículos de la casa de un truchimán que los vendía de ocultis, y cuando atravesaba las calles de Madrid con las cajas debajo de su capa verde, el corazón le palpitaba de gozo, considerando la trastada que le jugaba a la Hacienda pública y recordando sus hermosos tiempos juveniles.

El temperamento de Octavio guardaba bastantes afinidades con el suyo, lo cual le traía desesperado. D. Baltasar hubiera dado cualquier cosa por que su hijo fuese un lagarto que se perdiera de vista, un truchimán capaz de enredar con sus artimañas á todo el concejo. Pero desgraciadamente no era así ó, por mejor decir, era todo lo contrario. «Este chico, decía, me da á quince y raya.

¡Ya, ya! ¡Buen truchimán va usted saliendo!... ¡Qué condenada vaca, siempre empeñada en meterse por el prado del tío Fernando!... ¡Garbosa, eh! ¡Garbosa, fuera! ¡Garbosa, aquí! Viendo que la vaca no obedecía, se levantó y fue a ella corriendo, y la obligó a separarse de la linde.