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lo has de ver. ¿Cómo que lo he de ver? Vaya, que tienes unas cosas... Mauricia se echó a reír con aquel desparpajo que a su amiga le parecía el humorismo de un hermoso y tentador demonio. En medio de la infernal risa, brotaba esta frase que a Fortunata le ponía los pelos de punta: «¿Te lo digo?... ¿te lo digo?». ¿Pero qué? Se miraron ambas.

Procuraba sofocar sus deseos, apagar la impaciencia; mas a despecho suyo un diablo tentador hacía brincar su corazón de gozo cada vez que tal pensamiento le acudía al cerebro. Con astucia infernal, Salabert hacía lo posible por introducir la desconfianza en el ánimo de su esposa. Unas veces de un modo solapado, otras cínico y brutal, vertía en su alma el veneno de la sospecha.

Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el camino.

Pero no había que pensar en esto. Ya purificaría su alma cuando estuviese en tierra. Por el momento, su abyección resultaba irremediable, y cada vez iría en aumento mientras no abandonase este ambiente. Era esclavo del «gran tentador» de que hablaba Isidro. Sólo le faltaba arrastrarse como los impuros de las leyendas convertidos en bestias.