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Severiana tenía su cama en la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule, el cuadrito de los dos corazones amantes, el de la Numancia en mar de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el Rastro por una bicoca.

Y Mauricia, ¿qué tal?...». He aquí a la prójima otra vez turbada y sin saber lo que le pasaba. «Muy bien... pero muy bien... Mauricia contenta...». Agradeció mucho Fortunata que en aquel momento se abriese suavemente la puerta de la alcoba y apareciera la cabeza de Severiana.

La comandanta y doña Lupe estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia, que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata.

La cabra tira al monte, y se te despega el señorío, créetelo, se te despega...». Cuando pasó a decir a Severiana que estaba servida, esta había concluido de limpiar la sala. Como había tan mal olor allí, trajeron una paletada de carbones encendidos, y echando un puñado de espliego, la pasearon por toda la casa, desde el pasillo hasta la cocina.

La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo: «ya ha tenido esta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis.

Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo: «Severiana, o , o cualquiera, ¡si quisierais darme!...». Doña Lupe y la comandanta habían entrado también. «¿Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. ¡Oh, qué maja está!».