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Actualizado: 18 de octubre de 2025


Se guardó el cigarro bajo la blusa, y el recuerdo de este compañero, que a aquellas horas vagaba seguramente muy lejos de allí, le hizo sonreír con una alegría feroz. El vino había animado a Plumitas. Era otra su cara. Los ojos tenían unos reflejos metálicos de luz inquietante. El rostro mofletudo contraíase con un rictus que parecía repeler su habitual aspecto de bondad.

La capa de la bohemia es la aristocracia incomprendida de los vulgos, y nunca como ahora, en este momento, es anacrónica y absurda. Es el gesto bravío ante la mueca horrible de la miseria, el rictus de desdén ante los artículos de fondo y demás cosas sin alas, sin gracia, sin espíritu.

Se decían prontamente, pero no era fácil evocar con exactitud la visión de trescientos muertos juntos, trescientos envoltorios de carne humana lívida y sangrienta, los correajes rotos, el casco abollado, las botas terminadas en bolas de fango, oliendo á tejidos rígidos en los que se inicia la descomposición, con los ojos vidriosos y tenaces, con el rictus del supremo misterio, alineándose en capas, lo mismo que si fuesen ladrillos, en el fondo de un zanjón que va á cerrarse para siempre... Y este fúnebre alineamiento se repetía á trechos por toda la inmensidad de la llanura.

Vestía de negro, la cara rasurada, la boina grande, de gascón; llevaba patillas cortas, que entre los marinos franceses solían llamar patas de conejo, y por debajo de la manga se le veían en las dos muñecas unas anclas tatuadas, de color azul. Tenía la nariz larga, los ojos pequeños, las cejas como pinceles y un rictus sardónico en los labios.

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