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Una vez en que se trataba de la limpieza de los pozos negros de la Pola comenzó su discurso diciendo: «Setecientos mil dracmas gastaron los dorios en dotar de alcantarillas á Esparta...» Desde entonces le llamamos por aquí el dorio. ¡Oh, que c'est drôle! ¡Pero ese caballero es un loco! ¡De atar! respondió el joven Antero.

Cuando el grupo de gente de la Pola, en cuyo centro venían el gaitero y el tamborilero, desembocaron en la plazuela, se hallaba ya ésta poblada de hombres, de mujeres y niños, aunque todavía predominasen éstos. Linón de Mardana se dirigió con su tridente á la gran pirámide de árgoma, tomó de ella una razonable cantidad, la colocó en el centro y dió fuego.

Cuando ésta se hubo calmado llegaron á renovarla unos cuantos mozos de la Pola que entraron en la esfoyaza con más ganas de retozar y divertirse que de enristrar espigas. Los de Entralgo les siguieron el humor y por espacio de media hora aquel recinto fué una Babel.

Para disimular su turbación comenzó á dar palmaditas en el cuello á la jaca, narró con cierta incoherencia los pormenores de la enfermedad del párroco, tales como se los había oído á D. Nicolás el médico la tarde anterior en la Pola. La conversación se prolongó algún tiempo. Hablaron también de las minas de Carrio y del ferrocarril, cuyos trabajos estaban comenzando.

Dirigió una mirada á Canzana y estuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, pero llevaba él ciertos proyectos en la cabeza... ¡Quién sabe, quién sabe! Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola y pasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo y cuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte.