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Actualizado: 8 de junio de 2025
El viento pasaba con la hora en brazos por encima de la Plaza Mayor y se iba hasta Palacio, y aún más allá, cual si fuera mostrando la hora por toda la Villa y diciendo a sus habitantes: «Aquí tenéis las doce, tan guapas». Y luego tornaba para acá, ¡plam!... ¡ay!, era la última. El viento entonces se largaba refunfuñando.
Escucharon desde su cama, envueltos en la obscuridad, el rechinar de la cerradura y la entrada del señor Vicente, a tientas, en su habitación. Feli, apretando su boca contra un brazo del amante para que no sonase su risa, seguía, regocijada, todos los ruidos del «santo», adivinando su significación. ¡Plam! ¡plam! Era que se quitaba, los zapatones de fraile, arrojándolos lejos.
En el estado incierto del crepúsculo cerebral, imaginaba Fortunata que el viento venía a la plaza a jugar con la hora. Cuando el reloj empezaba a darla, el viento la cogía en sus brazos y se la llevaba lejos, muy lejos... Después volvía para acá, describiendo una onda grandísima, y retumbaba ¡plam!, tan fuerte como si el sonoro metal estuviera dentro de la casa.
Palabra del Dia
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