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Ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma; allá, al extremo del salón, sobre una plataforma improvisada, la respetable orquesta de los músicos sedentarios, de los profesores indígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía de su vetusto repertorio: allí estaba el trompa, refractario al italiano y a la afinación; allí el espiritual violinista Secades, que había soñado con ser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y días, buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amor sublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los rebuznos de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte!

Una lágrima tibia brotó de ella Que se mezcló á tus blandas armonías, Y en dobles simpatías Vibró al compas el arco y corazon. Al eco misterioso de los bosques Uniste al trino puro de las aves, Y en melodías suaves Brotó tu inspiracion como raudal. El ángel de las santas armonías Cubrió tu frente con sus alas de oro, Y en tu violin sonoro De Paganini el alma suspiró.

Entre los músicos de Italia se ha visto la misma precocidad. Cimarosa, hijo de un zapatero remendón, era autor a los diecinueve de La Baronesa de Stramba. A los ocho tocaba Paganini en el violín una sonata suya. El padre de Rossini tocaba el trombón en una compañía de cómicos ambulantes, en que la madre iba de cantatriz.