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Actualizado: 14 de mayo de 2025
La dama desconocida, de espalda a la calle, ahora, inclinando la cabeza hacia el interlocutor invisible, hablaba tranquilamente y se defendía como por máquina, con leves manotadas felinas, de unas manos que de vez en cuando intentaban cogerla por los hombros. «¡Están a obscuras! no hay luz en esa habitación... ¡qué escándalo!», pensó don Fermín, que seguía inmóvil.
Indudablemente era muy de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se tomaba por ella. Y todo sin regaños, sin manotadas, tratándola como un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A pesar de esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un poco. De una parte le seducía la vida retirada, silenciosa y cristiana del claustro.
Decía mil chirigotas, daba manotadas sobre la mesa, y arrojaba á la Princesa bolitas de pan. Movía sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviesen un hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa. «¡Cómo me estoy divirtiendo! decía el Canciller.
En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de cigarros. «¿También fumas, cochinaza?» habríale preguntado Rosalía, si hubiera podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo la cajetilla, y no dijo nada. Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el velador.
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