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Actualizado: 25 de julio de 2025


Estaban allí como en casa. ¿Qué mella haría la revolución de 1810 en un pueblo educado por los jesuítas y enclaustrado por la naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably, Beynal y Voltaire, si por fortuna atravesaban la pampa para descender a la catacumba española, en aquellas cabezas disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda idea nueva, en aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que estorbaba penetrar hasta ellas?

Llevada de este sentimiento de la propia suficiencia, inicia la revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva por todas partes, se cree encargada de lo Alto de la realización de una grande obra. El Contrato Social vuela de mano en mano; Mably y Raynal son los oráculos de la prensa; Robespierre y la Convención, los modelos.

Este sentir de Luis Blanc, expresado antes por Lherminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces, sería un anacronismo objetarlo a nuestros partidos educados hasta 1829 con las exageradas ideas de Mably, Reynal, Rousseau, sobre los déspotas, la tiranía, y tantas otras palabras que aun vemos quince años después formando el fondo de las publicaciones la Prensa.

Desde entonces empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y Raynal eran unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social, etcétera, etc. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos.

Palabra del Dia

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