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Actualizado: 22 de julio de 2025
La solemne dulzura del ambiente se difundía en su alma, y su sentido creía respirar el perfume de las corolas innumerables abiertas abajo, entre las losas y desteñidas al par de los tallos por la fantástica ceniza de la luna. No se escuchaba el más leve murmullo. El sosiego era profundo, pero su espíritu no se sentía verdaderamente solo.
Una de sus piernas colgaba fuera del lecho, y el pantuflo, sostenido sólo por los dedos del pie, rozaba las losas. Blázquez Serrano, antes de despertarle, contemplole unos minutos con envidiosa admiración. Una hora después salía del convento resuelto a ingresar a las órdenes.
Ramiro, echado de boca en el lecho, no había apartado un instante los ojos de su amada, y al verla vacilar de aquel modo lamentable, corrió a sostenerla. Pero ya Aixa habíase acostado ella misma sobre las losas, apretando los dientes y dejando escapar un gemir tembloroso, como si tiritase de frío. Su gran peinado, entremezclado de pétalos y de joyas, se derramaba ahora por el suelo.
Abajo, un pequeño patio con pavimento de losas húmedas, como si cayese en ellas con frecuencia un chaparrón de cubos de agua. Sobre las losas, un monigote de abultado tronco y brazos y piernas delgados, esqueléticos, contraídos por grotesca actitud.
Palabra del Dia
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