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Actualizado: 16 de junio de 2025
El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor, qué hizo más D. Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace a cada instante, con menos estruendo, el último perdido, por ganar unas cuantas pesetas?
Por la noche, a buena horita, me encerraba yo en mi cuarto, metíame en la cama, y me ponía a leer. Leía yo páginas y páginas, sin parar mientes en los conceptos. En un vetusto armario me hallé varios libros: una Historia de Napoleón; no recuerdo qué obra clásica de arte militar, y ¡oh dicha! dos o tres volúmenes de Walter Scott. Tomé uno, «La Novia de Lammermoor». En pocas noches le dí fin.
La hermanita menor, que era muy ligera, tal vez por ser tan ruin y enjuta de carnes, se subió también a otra reja, donde parecía un mico. El novio estuvo muy caballeroso y quiso imitar a Edgardo, el héroe de la novela de Walter Scott, Lucía de Lammermoor, que él había leído; pero la vaca no entendía de heroicidades y le derribó al suelo, dándole un empellón con el testuz.
Palabra del Dia
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